Por José María Viñals Camallonga, profesor del Programa Especializado en Blockchain e Innovación Digital del IEB y socio de Squire Patton Bogs; y Carolina Gamba Pereira, abogada y asociada de Squire Patton Boggs.
La normalidad con la que hoy en día aceptamos como un hecho consumado la recolección y tratamiento de nuestros datos, es innegable. La cultura del flujo de datos digitales se ha consolidado, ya sea a través de plataformas educativas, informativas o lúdicas, y se ha visto reforzada por la de pendencia del mundo on-line acelerada por la pandemia.
La inteligencia artificial y las grandes tecnológicas o Big Tech han convertido el dato en un bien preciado en los balances de las compañías comparable con las materias primas. De esta analogía y ante la clara monetización de esta nueva materia prima, se ha acuñado la expresión “colonialismo de los datos”. En este artículo reflexionaremos sobre si es posible y cómo se colonizan los datos, así como sobre quién puede colonizar un dato.
En primer lugar, debemos romper con la asociación genérica entre la colonización y lugares físicos, ya que nos encontramos ante un bien subyacente intangible y ubicuo, el dato. En segundo lugar, debemos tener en cuenta que, como materia prima, el dato se ha convertido en un recurso objeto de tratamiento y explotación, y, por ende, un recurso monetizable. Finalmente, es importante identificar quienes son los “colonizadores” o principales agentes que refinan y capitalizan el dato, así como las normas o reglas del juego a las que están sujetos.
En la actualidad nos encontramos ante un modelo de colonización transversal, que no distingue entre locales y foráneos y que tiene como único objeto la explotación de la información del ser humano. La colonización se concretiza en lo que conocemos como la ‘relación de datos’ o proceso mediante el cual las actividades cotidianas de interacción social de las personas se transforman en datos procesables y transferibles.
Esta relación de datos agregada a nivel macro conforma un abundante y vasto universo de datos –Big Data- disponibles para su procesamiento y consumo, como en su día lo fueron los recursos naturales como el agua, el petróleo, el caucho o la madera. En otras palabras, se extrae información de las personas en forma de datos y éstos se procesan con fines educativos, lucrativos, sanitarios o comerciales, ya sea para el análisis concreto de un individuo o de un colectivo. El producto final puede tomar forma de estadística, hábito de consumo, comportamiento social o previsión de los deseos e impulsos de una persona.
El dato, una vez obtenido (colonizado), se convierte en un activo multiuso en función del proceso que se le aplique. Esta infinidad de usos combinada con la creciente dependencia de lo “digital” justifica el creciente valor que el mercado otorga a los datos convirtiéndolos en un activo muy codiciado en el balance de las empresas.
Las principales empresas tecnológicas han aprovechado su creciente implantación internacional para obtener datos a través de programas y aplicaciones de los que –cada vez- somos más dependientes. Así, compañías como Amazon, Apple, Google, Microsoft, Facebook, Alibaba, Baidu, Huawei, Tencent o Xiaomi se han convertido en grandes almacenes de datos de sus –cada vez más dependientes- clientes. De esta forma, las Big Tech, se han convertido en las grandes potencias de la colonización digital y los consumidores y usuarios en los “colonizados digitales”. Las Big Tech obtienen la materia prima directamente de su consumidor y –posteriormente- la procesan en sus “laboratorios digitales” valiéndose de la inteligencia artificial y otras herramientas que permiten convertir información en oportunidades de negocio o información de mercado.
La pandemia ocasionada por el COVID-19 ha acelerado e impulsado la digitalización de la sociedad. Ahora trabajamos y compramos mucho más on-line y, en consecuencia, nuestra exposición digital ha aumentado considerablemente. Cada vez son más datos de más personas los que se vuelcan en redes sociales, portales de compras o tiendas on-line.
La facilidad e inmunidad con la que se han obtenido y mercantilizado los datos ha sido objeto de estudio y preocupación por parte de los reguladores a nivel global. La protección del individuo a través de sus datos y la posible vulneración de sus derechos fundamentales, han llevado a nuevos marcos normativos.
La UE y el Reglamento General de Protección de Datos es un claro ejemplo de que la protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos pasa por la protección de su privacidad entendiendo los datos generados por la persona como parte inseparable del propio individuo y su privacidad. No obstante, los esfuerzos reguladores y supervisores se ven truncados por la rapidez con la que evoluciona la tecnología, la amplitud del mundo digital, así como la propia naturaleza de la colonización digital: la falta de limitación geográfica.
La realidad es que en el siempre cambiante mundo de la tecnología se aplica la máxima de “hecha la ley, hecha la trampa”. Así, no es raro ver aplicaciones gratuitas (algunas de ellas imprescindibles en nuestra vida social y laboral diaria) donde firmamos consentimientos interminables de cesión y tratamiento de datos donde intuimos que el pago por el servicio somos nosotros (a través de nuestros datos). Una vez cedidos nuestros datos éstos se almacenan y procesan con nuestro consentimiento y con la esperanza de que se haga conforme a derecho.
La falta de conocimiento y control con el que las personas se mueven en un entorno virtual, también supone un riesgo a la hora de valorar los usos que se les puede dar a sus datos y las implicaciones de dicho uso. Es frecuente que las personas se posicionen en la red sin ser -plenamente- conscientes de lo que esto puede significar y completamente desconocedores de quién usa y para qué se usa su información.
El procesamiento de nuestros datos queda supeditado a la interpretación y uso que los algoritmos u objetivos que las Big Tech determinen. Sus códigos relacionan preferencias o inclinaciones ideológicas, interacciones con otros usuarios, reacciones frente a acontecimientos políticos o sociales, entre otras. Todo ello estando fuera de nuestro control, e incluso, conocimiento.
Ante los desafíos que implica la colonización de datos, surge la necesidad de que tomemos conciencia de nuestra actividad en el contexto virtual, protegiendo nuestra privacidad, construyendo una imagen y “avatar” digital responsable. A su vez, es necesario adoptar normas adaptadas a los retos y riesgos que traen consigo las nuevas tecnologías.
La colaboración entre distintos reguladores a nivel internacional es cada vez más necesaria en una economía global. Trasladar millones de datos en una memoria o subirlos a una nube a la que tengan accesos agentes sujetos a jurisdicciones más benignas facilitan el tráfico de datos y la impunidad de los agentes que usan nuestros datos de forma ilegal.
La ley debe ir acompañada de recursos y tecnología que compitan con los hackers tecnológicos. Todavía estamos lejos de combatir a los ciberdelincuentes en igualdad de condiciones no ya solo a nivel tecnológico sino también a nivel transfronterizo. El auxilio y cooperación policial y judicial siguen siendo procedimientos burocráticos y farragosos que no ayudan en la prevención y persecución de crímenes digitales.
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