Por Federico Eisler, profesor de Mercados Financieros.
¿Qué Argentina heredará el presidente que tome posesión del cargo este 10 de diciembre? Si el Gobierno kirchnerista se ve irremediablemente perdido, ¿quién nos asegura que el próximo presidente no asuma el cargo enterrado en un cóctel de hiperinflación, violencia criminal y política desatada en el cinturón conurbano de la provincia de Buenos Aires y parálisis general de las instituciones? Los sectores más recalcitrantes del Gobierno ya lo advierten. ¿Por qué parece que el destino de Argentina está inexorablemente envuelto en un manto de desazón colectivo y empobrecimiento moral y material?
En el cuadro de situación vemos que el peronismo ha gobernado en alguna de sus formas (auténtico, menemismo, kirchnerismo), desde la llegada de Juan Perón al poder a través de un golpe de Estado en 1943, es decir, en 48 de los 60 años de vida democrática, interrumpida por dictaduras lideradas por militares, muchos de los cuales soñaban con ser un nuevo Perón.
Como el peronismo no es una ideología, sino un partido de poder (algo parecido al PRI mexicano) convivieron en él tendencias de distinto pelaje y color. Su centralidad estuvo por lo general basada en políticas de corte estatista, nacionalista y de un férreo control de la actividad privada por el poder público. Hubo sí una década filo-liberal (1989-1999, bajo Menem) que consiguió grandes avances en la calidad de los servicios básicos (agua, teléfonos, red eléctrica) y un rejuvenecimiento de las infraestructuras públicas.
Un 40%-45% de los argentinos viven bajo la línea de la pobreza. Si consideramos solo los hogares donde hay niños menores de 14 años, ese número crece a un 60%. Es decir, seis de cada diez niños nacen y crecen en un hogar pobre.
Pero es sobre la última versión del peronismo (el kirchnerismo) que se construye la realidad económica que vive el país hoy. Del 2000 al 2023, en 16 de esos 23 años, gobernó el kirchnerismo. Vamos a los números:
En esos 16 años hubo 10 ejercicios de crecimiento negativo, una inflación superior al 10%, que este año ha llegado a los tres dígitos (150% proyectada) por primera vez en este siglo, (aunque no la primera vez en Argentina, que las vivió en gobiernos peronistas y también no-peronistas); nueve años de déficit fiscal mayor al 5%. El PBI per cápita medido en términos reales es hoy, 20 años después, menor al del inicio del ciclo.
Por otra parte, la participación de los salarios en la renta total se redujo del 52% al 45% entre 2017 y 2022; la presión tributaria es la más alta del continente, especialmente considerando que se ejerce sobre una porción reducida de la sociedad, al residir parte de la actividad en la economía sumergida. Esa presión tributaria es, además, confiscatoria.
Tomemos el caso de los impuestos a las exportaciones. Argentina grava las exportaciones del agro a tasas que equivalen, efectivamente, a una expropiación. Por cada dólar que vende un productor al exterior recibe el equivalente a 25 céntimos por dólar. Para comparar, en Brasil, que también impone un impuesto, el productor recibe 250% más por tonelada de soja que el argentino.
El Auditor General de la Nación nos recuerda en un informe reciente que “esta última administración kirchnerista (2019-2023) se benefició de un entorno de precios internacionales para nuestro comercio exterior como ningún otro Gobierno desde la inauguración democrática en 1983″. No lo supo aprovechar.
En resumen: mezcla explosiva de despilfarro, sistema de incentivos dislocado, creación insostenible de empleo en el sector público y dependencia total de los pobres del Estado: 30 millones de transferencias de algún tipo de subsidio o subvención por mes en un país de 40 millones de habitantes.
Un 40%-45% de los argentinos viven bajo la línea de la pobreza. Si consideramos solo los hogares donde hay niños menores de 14 años, ese número crece a un 60%. Es decir, seis de cada diez niños nacen y crecen en un hogar pobre.
En resumen: mezcla explosiva de despilfarro, sistema de incentivos dislocado, creación insostenible de empleo en el sector público y dependencia total de los pobres del Estado: 30 millones de transferencias de algún tipo de subsidio o subvención por mes en un país de 40 millones de habitantes.
¿Qué propone el oficialismo para paliar la situación? Más de lo mismo. El vamos por todo. Culpar a todos los demás por sus males y seguir aplicando las mismas políticas. No hay en la campaña ni una sola crítica a lo que se hizo en estos cuatro años.
¿Qué se le opone a este statu quo en la próxima elección? Como pasa tantas veces en los procesos políticos más recientes, cuando las cosas se escoran demasiado en una dirección, el clamor por el cambio viene de la mano de una dramática revisión del modelo a seguir. Entra Javier Milei a escena.
Milei es consciente de que gran parte del público ya no cree en el Estado como árbitro y proveedor de bienestar y desarrollo económico. Es un economista formado, buen comunicador y grandioso en el cuerpo a cuerpo del debate. Se ha educado en las fuentes del liberalismo clásico y ha conseguido que algunas de esas ideas empiecen a crecer en las aspiraciones de gran parte de la sociedad. Contrario a lo que muchos creían, Milei fue votado por pobres y ricos; por jóvenes y mayores; por exvotantes kirchneristas y de la oposición histórica. Parecería más que un soplo de aire fresco: un huracán difícil de parar.
Tribuna publicada en Cinco Días.
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