Por Javier Santacruz, economista y profesor del IEB.
El término estanflación ha reaparecido con fuerza tras años de sucesivas crisis por el lado de la demanda. Es un tipo de crisis poco frecuente, pero que ha sucedido en varias ocasiones a lo largo de la historia, casi siempre detonada por cambios estructurales significativos en los mercados de materias primas y comercio mundial. Sin duda, el precedente histórico más inmediato es la mal llamada crisis del petróleo de 1973-1979.
En el imaginario colectivo ha quedado la identificación de la crisis de los 70 con el petróleo y con las guerras de Oriente Medio. Sin embargo, solo fueron la manifestación de un cambio mucho más profundo en la oferta y, por tanto, en los fundamentos del crecimiento económico. Posteriormente, en los siguientes años, muchos países tuvieron que afrontar las consecuencias de tener estructuras productivas ligadas a precios energéticos muy bajos y permanentemente subvencionadas con dinero público, el cual se obtenía a su vez con recurso al Banco Central.
En este sentido, el fenómeno de la estanflación está fuertemente ligado a una expansión monetaria continuada en el tiempo, no necesariamente visible durante unos años (el caso, por ejemplo, de la enorme cantidad de masa monetaria creada en la Eurozona desde 2015, la cual solo una pequeña parte circulaba y que en los últimos dos años ha empezado a salir de forma masiva) y cuya conversión en inflación está muy ligada a la paralización del dinamismo económico.
Caídas de productividad
Podría parecer una contradicción tener una situación de estancamiento económico o incluso una recesión con creación de empleo. Todo parte, por un lado, de la inercia que el empleo tiene con respecto al crecimiento del PIB (es una variable procíclica y atrasada) pero, por otro lado, y más importante, la dinámica negativa de la productividad. Es perfectamente compatible que el empleo crezca, pero, al mismo tiempo, las horas trabajadas disminuyan y, con ello, se produzcan caídas significativas de la productividad. Es uno de los rasgos que definen la reconversión necesaria de muchos sectores que agotan su capacidad productiva mientras se produce la crisis de oferta.
Estas dinámicas aparentemente sorprendentes vuelven a repetirse en el momento actual. En esta ocasión, existió un detonante que destapó un movimiento de fondo que ya se estaba produciendo en los años anteriores: la pandemia. Los atascos en las cadenas de distribución, unido a conflictos y la aplicación de medidas de contención del virus, han servido de catalizador para provocar un giro copernicano en las economías occidentales, las cuales vuelven a estar preocupadas por el suministro de bienes básicos y, muy especialmente, por la autonomía estratégica cedida en los años anteriores en favor de países que han pasado de ser aliados a ser enemigos estratégicos, tal como se ha representado en la reciente cumbre de la OTAN.
Aunque la estanflación sea un fenómeno ocurrido hace casi medio siglo, las lecciones que dio aún hoy en muchos países continúan resonando con fuerza. Es el caso de las economías emergentes, que se endeudaron sin control entre la década de los 60 y principios de los 70 del siglo pasado al calor de unos costes históricamente bajos de financiación. La aplicación rápida y tardía de políticas contractivas en los países acreedores provocó quiebras en cadena y fenómenos de pobreza de los cuales algunos países todavía no se han recuperado.
Stock de deuda
Los excesos cometidos en la época del dinero barato son compartidos hoy en día desde que, tras la crisis de deuda de 2010 en Europa y el whatever it takes (lo que sea necesario), Mario Draghi puso a toda máquina la financiación gratis. En esta ocasión, quienes más se tienen que preocupar no son los países emergentes, sino los propios países desarrollados que han acumulado stocks de deuda de más del 100% del PIB de media. Cuanto más tarde y de forma menos intensa se reaccione a la inflación, más prolongada y dura será la recesión que es inevitable para enfriar el consumo y, con ello, detener el proceso inflacionista.
El encarecimiento de los costes de financiación debe llevar a una prudencia gradual de los gobiernos a la hora de instrumentar su política fiscal. No es razonable (y sería repetir un grave error de finales de los 70) esperar a que la situación se haga más compleja y ahí aplicar de golpe un ajuste presupuestario que prolongue aún más la recesión.
Estas son las principales lecciones que deben extraerse de una historia que, como todo fenómeno de Poisson, tiene pocas probabilidades de suceder, pero que sucede en repetidas ocasiones a lo largo de la historia.
Tribuna publicada en El Periódico de Cataluña.
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