Por Daniel Berzosa, Profesor de Derecho Constitucional del IEB y abogado
Las trágicas consecuencias de la pandemia del coronavirus no han empezado más que a vislumbrarse en España. El resto del mundo desarrollado anda también de modo parecido; absorbido y, en algunos casos, noqueado por la gestión inmediata de las víctimas y sin ver la inmensa ola de devastación que se avecina.
Con seguridad, ninguna dimensión de la existencia humana, en lo individual y en lo colectivo, y, desde ambas perspectivas, en los campos personal, social, político, mercantil, laboral, nacional, internacional, regional o mundial, va a quedar al margen de alguna clase de consecuencia, causada de forma directa o derivada por las tremendas, profundas y duraderas transformaciones que el coronavirus ha generado, acelerado o impulsado.
En España, uno de los ámbitos más polémicos, por estar en la base misma de la propia concepción de la sociedad, de la percepción que ésta tiene de sí como colectivo en la historia, y de los fundamentos éticos y políticos, de los valores elementales compartidos, que subyace en las raíces y nervios de toda nación, y que se articularon de forma normativa suprema en la Constitución de 1978, y adonde se ha dirigido una batahola de medidas del Gobierno, improvisadas e inspiradas en las fuentes del marxismo —en un movimiento político que se consideraba superado, al menos, en Europa occidental—, invocando como cobertura la segura y brutal crisis económica y social que está a punto de estallar, ha sido alimentado por el líder de la extrema izquierda española, socio esencial para la consecución y mantenimiento del Gobierno socialista-comunista, y vicepresidente segundo del Gobierno y ministro de Derechos Sociales y Agenda 2030.
Todo ello, naturalmente, con la aprobación del presidente del Gobierno. Pues, en caso contrario, este lo habría desautorizado, propuesto su cese a Su Majestad el Rey o, más sencillo y evidente, dichas medidas no se habrían aprobado en el Consejo de Ministros.
Expuesto de forma esquemática, el Gobierno Sánchez-Iglesias, y, por acción u omisión, la mayoría parlamentaria que lo sustenta, ha optado por subvencionar la venidera e inevitable ruina nacional con cargo aparentemente al Estado; pues, en verdad, ha señalado los bienes y derechos de los propietarios, operadores y ahorro privados como fuente inmediata, mediata y casi única de nutrición de sus medidas. Es decir —y sin que me pueda detener ahora a comentar el latrocinio que ello supone, dada la limitación de espacio en un artículo de estas características—, arruinando los rescoldos que podrían cimentar la recuperación, hasta hacer que todos los españoles acabemos siendo menos ciudadanos que deudores subsidiados —¡con nuestro propio patrimonio!— del Estado. Y toda esta sustracción de la riqueza nacional de los ciudadanos, el alto cargo del Gobierno citado en primer lugar ha pretendido apoyarlo en el artículo 128 de la Constitución.
Pero la Constitución es un todo. No se puede tomar la parte que convenga e ignorar la que perjudique o no se ajuste a los deseos y aspiraciones de un particular o grupo. La Constitución establece y ampara un modelo económico abierto y flexible («economía social de mercado», «economía mixta de mercado»), que permite gobernar a fuerzas ideológicas distintas, sin necesidad de derogarla. Reconoce la regulación pública; pero no de cualquier clase, y mucho menos una intervención despótica en ninguna circunstancia. La libertad es la regla y los límites son la excepción.
No es posible entender de forma correcta el artículo 128 (Título VII), sin los artículos 33 (apartados 2 y 3, función social de la propiedad privada y expropiación forzosa) y 38 (libertad de empresa en una economía de mercado como principio y protección de esta por los poderes públicos en función de la economía general). Ni tampoco olvidando que estos, al hallarse entre los derechos fundamentales (Título I), gozan de prevalencia indiscutible sobre lo dispuesto en el 128.
Así, que «toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general» (128.1) implica que no solo se ha de justificar la utilidad pública o interés social para privar a alguien de sus bienes y derechos, sino que hay que indemnizarlo.
La igualdad constitucional de las empresas privadas y públicas en la actividad mercantil, esto es, que no hay subsidiariedad de lo público respecto de lo privado en virtud del 128.2 («reconocimiento de la iniciativa pública en la actividad económica»), reside en la satisfacción de los intereses generales. En consecuencia, debe justificarse de forma incuestionable una intervención, más una expropiación y mucho más una nacionalización.
Como última consideración para la óptima inteligencia de la «Constitución económica», el Derecho de la Unión Europea y su jurisprudencia, sin desatender el interés general, se han manifestado reiteradamente favorables a la economía libre de mercado, la libre competencia y la libertad de circulación de personas, bienes y servicios frente a la intervención de los Estados miembros; con lo que han restringido las competencias que el artículo 128 de la Constitución otorga a los poderes públicos españoles.
Artículo publicado en el informe Reflexiones jurídicas y financieras pos-Covid-19.
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