Por Jesús Mardomingo, socio en Dentons
y director del Master Universitario para el Acceso a la Profesión de Abogado.
La profunda crisis desencadenada en Estados Unidos en 2007 y su contagio a otros países hasta adquirir una dimensión internacional ha puesto a prueba a las economías más desarrolladas del planeta, especialmente la europea. Autores como el Premio Nobel de Economía 2008, Paul Krugman, indican que una de las causas que provocaron la crisis económica internacional fue la ausencia de regulación y de supervisión de las entidades financieras dominantes en el momento en que llegaron a adoptar riesgos sin control, unido a las prácticas poco éticas de sus directivos (moral hazard) conscientes de la protección que les ofrecía el principio too big to fail.
Diseño: IEB. Contenido del gráfico: Funds People. Pincha para ampliar el gráfico.
Ha tenido que transcurrir casi una década desde entonces para que podamos hablar de una cierta recuperación de los niveles y ratios productivos y de renta previos a la crisis. Sobre los efectos políticos, tanto sistémicos como institucionales, puede que existan razonables dudas acerca de la recuperación.
La crisis ha traído los cambios regulatorios del mercado financiero más intensivos que se recuerden, al menos, desde la creación de las bases de la moderna normativa financiera en los años setenta
Consecuencia de estos acontecimientos, podríamos afirmar sin ambages que el mundo financiero que conocimos antes del nacimiento de Funds People ha vivido, tanto en su sentido etimológico y regulatorio como en su sentido geográfico, una reforma global de formidables dimensiones. Unos cambios profundos, quien sabe si irreversibles, que han venido acompañados de emergentes tendencias tecnológicas, de cambios sociales y políticos y, muy importante, de una sensible pérdida de confianza (reputación) y de legitimidad de las entidades financieras y sus rectores provocada por graves casos de prácticas ilícitas, incumplimiento de normas de conducta y rescates con ayudas públicas que han favorecido una ciudadanía decepcionada, sufridora de un deterioro en su nivel de vida, combativa en los tribunales y demandante de reformas eficientes.
Volviendo al inicio del decenio, y ya desde una perspectiva normativa, las sucesivas reuniones del G-20 de los años 2008 y 2009 en Washington, Londres y Pittsburgh, supusieron la reacción institucional de urgencia al estallido efectivo de la crisis en septiembre de 2018 y, más importante aún, provocaron el despertar del Financial Stability Board (FSB) que pasó a convertirse, en interés de la estabilidad financiera global (como su nombre insinúa), en el organismo internacional coordinador de todas las autoridades financieras relevantes del planeta que han marcado, desde aquellas históricas fechas, el inicio de las modifi caciones regulatorias del mercado financiero más intensivas que se recuerden, al menos, desde la creación de las bases de la moderna normativa financiera en los años setenta.
A la complejidad, intensidad y globalidad, debería unirse el efecto repetitivo y circular de una crisis que bien merecería denominarse, a la luz de lo sucedido en estos 10 años, la crisis del círculo vicioso
Muy resumidamente, en el arranque de sus trabajos, el G-20 detectó dos problemas fundamentales. Uno, que las crisis globales exigían coordinación, también global, entre estados. El segundo, la ausencia de mecanismos legales para controlar debacles de estas características. Con este dramático diagnóstico, uno de los principales objetivos del FSB, manifestado en todas sus reuniones anuales hasta la actualidad, reside en el restablecimiento de una regulación que, además de aumentar la solvencia de las entidades financieras, refuerce la supervisión coordinada, establezca mecanismos de resolución de las entidades con problemas y, en definitiva, genere transparencia, especialmente, al pequeño inversor.
A la complejidad, intensidad y globalidad, debería unirse el efecto repetitivo y circular de una crisis que bien merecería denominarse, a la luz de lo sucedido en estos 10 años, la crisis del círculo vicioso. Al estallido inicial se fueron encadenando distintas situaciones críticas en una relación causa-efecto en unos casos (i.e. la crisis en la economía real generó una crisis de consumo e industrial que, a su vez, afectó al empleo) y, en otros, otras crisis paralelas que se han ido autoalimentando, desnaturalizando la crisis inicial y, claro, generando nuevas tormentas legislativas a un triple nivel, (i) internacional como Basilea III, (ii) regional como MiFID II o la creación de la Unión Bancaria (MUR+MUS) en Europa, y (ii) nacional como la transformación del régimen jurídico de las cajas de ahorros españolas.
No es posible ahora realizar un análisis pormenorizado de todas las reformas implementadas desde entonces, pero conviene destacar, en respuesta a uno de los causantes de la crisis (la propia crisis de una entidad financiera sistémica cuando todas las medidas públicas han resultado ineficaces provocando que sea el ciudadano el que soporte el fallo de la entidad), las nuevas normas que imponen soluciones (de resolución) que eviten el consumo de recursos públicos. Otro de los términos más repetidos de los últimos años, el bail-in.
SUPERVISORES
Este diluvio universal regulatorio, causante en ocasiones y por su dimensión de una desagradable sensación de incapacidad en los abogados del sector -estoy convencido de ello, aunque muchos no lo declaren-, también empapó de lleno a los supervisores financieros, que durante la última década han observado como su modelo de actuación de vigilancia ha sido sometido a un profundo análisis e, incluso, puesto en tela de juicio, especialmente en la Unión Europea.
La regulación se ha convertido en una de las principales ocupaciones (y preocupaciones) del sector financiero
Una vez más, en este caso a nivel regional, los modelos primigenios de la Unión Económica y Monetaria europea se mostraron insuficientes para frenar la situación y obligó a los vigilantes del sistema no solo a incrementar la cooperación entre los distintos supervisores de los estados miembros (incluso creando nuevos organismos paneuropeos con dicho objetivo), sino también a desarrollar una visión más sistémica y una regulación más específica del sector financiero. Un buen ejemplo de todo ello ha sido el incremento exponencial de su capacidad y autoridad, permitiendo su intervención en aspectos internos de las entidades antes no abordados tales como los sistemas retributivos, la rentabilidad o el modelo de negocio de las entidades.
En definitiva, la regulación se ha convertido, y no se prevén cambios inmediatos, en una de las principales ocupaciones (y preocupaciones) del sector financiero. Una regulación muy extensa, intensa, y muy precisa (con dos frentes básicos en EE.UU. y UE) que afecta a toda la cadena de valor en las operaciones con todo tipo de valores e instrumentos financieros, y también a todos los sujetos (y objetos), incluidos los inversores, depositantes, asegurados y consumidores (probablemente, los más afectados) que componen la estructura de los mercados financieros y de las formas en que se relacionan.
EL FACTOR TECNOLÓGICO
Este somero análisis y su impacto en la década que ahora celebramos sería incompleto e incluso ingenuo sino mencionáramos el otro paradigma sectorial (además del regulatorio) que verá aumentar su presencia en el corpus legis sectorial: el factor tecnológico. La también llamada Fintech o Financial Technology se ha convertido en estos años en una evolución/revolución que trata de responder a todos los cambios post-crisis mediante el desarrollo de servicios que ayuden al cumplimiento de la nueva normativa.
Esto ha afectado a todos los segmentos de negocio (a los medios de pago, al asesoramiento, a la intermediación a bursátil, a la financiación, a los modelos de gestión, a la comercialización de productos financieros, al back, al front…) y también a los clientes que demandan, especialmente entre los amigos de los fondos, casi unánimemente, alta velocidad, máxima seguridad y alta calidad. Puede que aún vivan parcialmente al margen de la regulación, pero será por poco tiempo. Su impacto en el sistema financiero en lo relativo a la reducción de costes y a la democratización de los servicios (en el planeta aún existen unos 2.000 millones de humanos sin cuenta corriente), y considerando la tendencia regulatoria, obligará a los legisladores a tratar el fenómeno con cierta urgencia e intensidad.
Dicen los expertos, incluso la Comisión Europea en 2017, que la crisis en términos de crecimiento económico ha terminado. Sin embargo, el efecto repetitivo y circular antes mencionado y su consiguiente impacto regulatorio no parece haber cesado si analizamos dos de las noticias protagonistas de los últimos dos años. Por un lado, la victoria de Trump y, por otro, el parece que inminente Brexit. El primero, con sus amenazas derogatorias y el segundo, con sus ánimos rupturistas generan un entorno de gran confusión, incertidumbre, cambio…
En definitiva, nuevas situaciones críticas que, además de romper las necesarias reglas de armonización en una economía global, obligarían (de momento) en el primer caso y casi seguro en el segundo, a revisar una compleja arquitectura regulatoria. Julius Von Kirchmann, uno de los más brillantes juristas alemanes decimonónicos, pronunció una frase que coadyuvó a convertirlo en uno de los grandes teóricos del Derecho: «[…] tres palabras rectificadoras del legislador convierten bibliotecas enteras en basura». Con la nueva legislación del mercado financiero, las palabras del abogado teutón adquieren su máximo paroxismo.
Tribuna publicada en Funds People
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