Por Jorge Fernández Gallegos, profesor del Máster online en Finanzas Corporativas.
Era abril 2020 y todos en la industria financiera estábamos expectantes sobre el destino de la especie, la economía, los mercados y la vida como la conocíamos. Todos salvo, tal vez, el doctor Sergio Rebelo, quien, mediante un impresionante despliegue de inteligencia, herramientas técnicas, un equipo de gente igual de brillante y un laboratorio de investigaciones, nos explicó en una conferencia para Northwestern Kellogg, que a lo que estábamos a punto de enfrentarnos no tenía parangón.
Entre otras cosas, explicó que el pequeño problema iba para un lustro, que los encierros iban a ser cíclicos, que la elasticidad de la actividad económica iba a aguantar más o menos bajo tal o cual medida y un sinfín de cosas que para sorpresa de nadie, terminaron siendo casi absolutamente ciertas. Entre las escandalosas aseveraciones que el Doctor Rebelo dijo en el transcurso de 90 magistrales minutos, nos invitó a cancelar contratos de arrendamiento de nuestros negocios, renegociar tarifas de renta y pagar penalizaciones, no despedir a la gente y, en cambio, mantenerlos en un esquema de negociación de nómina reducida, etc.
Nos invitó a pensar en lo que nunca habíamos pensado y a actuar como nunca habíamos actuado, porque sin eso, no habríamos podido enfrentar una realidad que nunca habíamos enfrentado. Al mismo tiempo que aquel temor se hacía presente, súbitamente las bolsas de todos lados empezaron a volar como nunca. Las cotizaciones de todas las plazas bursátiles estaban boyantes. El volumen de operación en máximos, los precios de las emisoras duplicándose, triplicándose, multiplicándose sin explicación racional alguna, y los índices rompiendo récords como no se había visto en mucho tiempo. Producto de toda esta euforia, empezamos a ver surgir también cosas nuevas. Los SPAC’s (Special purpose acquisition companies) nos prometían atractivas dinámicas de inversión muy al estilo de «Tu dame el dinero, ya veremos qué se nos ocurre hacer», de la mano de celebridades hambrientas de participar en la fiesta (hoy sabemos que su destino fue el cero absoluto).
Las criptomonedas ganaron notoria validez institucional y de opinión pública, pues muy al estilo de la fiebre de los tulipanes en Holanda del 1630, cotizaron cada vez más alto, sin aparente fin a la par de los mercados financieros regulares. Los NFT’s (Non Fungible Tokens) hicieron también su aparición en la escena de inversión, prometiendo en forma de caricaturas de simios de 24×24 pixeles; vanguardia en todos los medios, no sólo en el arte. De un año para otro, pareciera que el mundo estaba embriagado de dinero, tratando de escapar de la realidad que azotaba a la economía. Y en esta última frase radica la idea más delicada: «La realidad». Muchos, salvo contados analistas, auguraban una justa valuación de las empresas, incluso después de ver despliegues de valor en ratios superiores al 10x. Después de todo, Benjamin Graham, David Dodd y Burton Malkiel nos dijeron durante décadas que el mercado reconoce su sana valuación con óptima eficiencia. Si esto fuera cierto (y en ojos de cualquiera que tenga dos dedos de frente y entrenamiento en finanzas no tendría por qué no ser, o al menos eso pensamos), entonces el valor de las empresas aumentaba porque habíamos librado exitosamente lo peor y de alguna manera mística las compañías sortearon esta crisis, y rompieron récords de ventas también.
Todo bien en villa dinero, al son de una canción titulada: «Ya descontamos el ajuste». Las medidas de emisión de dinero en los bancos centrales en forma de estímulos que llegaban a las manos necesitadas de la población del mundo desarrollado tendrían efectos atenuados porque, después de todo: «Estamos emitiendo dinero del futuro, que ya iremos a producir». La inflación que eso produciría iba a ser transitoria. Hoy es 2022. Y como cuando después de una fiesta de excesos pagamos una factura biológica y vemos los cargos a la tarjeta, ha amanecido después de la fiesta en los mercados y la luz de la realidad es cegadora. ¿Qué estábamos viendo mientras Sergio Rebelo nos narraba aquella historia en 2020? ¿Quién autorizó aquella operación, o esta expansión, o las nuevas sucursales de este o aquel negocio? ¿Dónde estuvieron nuestros analistas y nuestros departamentos de riesgo, que ahora sufrimos todos las consecuencias?
La realidad es que estuvimos todos aquí mismo. Exactamente en las mismas sillas y viendo precisamente las mismas pantallas con las mismas gráficas. Lo que sucedió no fue una negligencia técnica, sino un fenómeno de ceguera antropológica. Una «borrachera» ideológica y económica de tales proporciones que solamente los «abstemios» pudieron percibir. Esta historia que hoy vivimos donde hay fondos de pensión depreciados al 50% de su valor YoY, fondos de inversión con directores que no han dormido bien en 8 meses, inversionistas que lloran a la par de dueños de negocios y Christine Lagarde contesta dubitativa, 3 veces consecutivas en un foro grabado que la inflación bajará «in due cause», mientras sonríe nerviosa. No es nueva, no es la primera, ni será la última.
Aceptar que en los fenómenos humanos, incluido el fenómeno de mercados y de oferta y demanda, hay una realidad rastreable más clara que la teorética es trabajo y responsabilidad de todos los que somos parte de esta industria. Va siendo ya buen tiempo para que enfoquemos nuestro estudio colectivo a entender la realidad y cuestionar nuestros fallidos procesos de análisis que poco han evolucionado en casi un siglo. Es imperativo para poder prepararnos para la peor crisis, que no fue la del 29’, ni la del 2008, y muy contra la opinión de quien la vaya a sufrir tampoco la del 2022. La peor crisis es siempre: la crisis que viene.
Tribuna publicada en Funds People.
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