Por Alejandro Rosillo, Profesor de Derecho Civil y Derecho Mercantil del IEB y Doctor en Derecho.
Siendo la vida el necesario presupuesto del ejercicio del derecho subjetivo en el plano civil, la misma ha de ser objeto de protección reforzada, tal y como marca el Art. 15 de la Constitución con su archiconocido “Todos tienen derecho a la vida”. Y planteada la vida no desde su estadio final, sino desde su inicio, el Derecho civil históricamente reconoce la existencia, para todos aquellos efectos que le sean favorables, al concebido no nacido, lo que implica que el ordenamiento es tendencialmente favorable a la vida.
Esa tendencia se reforzó en 2011 al reducirse los requisitos del artículo 30 del Código Civil para que los nacidos adquieran la correspondiente personalidad sin los anacrónicos condicionantes propios del siglo XIX (p.ej. tener figura humana).
No obstante, aún siendo esa vida valor supremo a proteger, no quiere ello decir que ese presupuesto sea necesariamente indiscutible, especialmente cuando la propia continuidad física torna de forma irreversible a su fin.
No es infrecuente que al debatirse este tema, se traiga a colación el sufrimiento físico de los pacientes, nada infrecuente en el estadio final de la existencia. El entender que la protección a la vida implica un intolerable padecimiento del sujeto resulta inadmisible. Ética y jurídicamente, no habrían de existir inconvenientes en administrar al enfermo cuantos medicamentos procedan, incluso aunque puedan suponer una cierta merma de su horizonte vital.
Llegado ese momento, no es infrecuente que el paciente no pueda prestar un consentimiento expreso para autorizar el tratamiento, debiéndose prestar por las personas a él vinculadas por razones familiares o de hecho, conforme al Art. 9.3.a de la Ley 41/2002, básica reguladora de la autonomía del paciente.
Sin perjuicio de lo anterior, a estos efectos, entiendo que debería potenciarse el conocido como “testamento vital”, para que con carácter previo pueda rechazarse lícitamente un “encarnizamiento terapéutico”. Y una posible solución podría ser que los notarios informasen de esta posibilidad a los ciudadanos en el momento de otorgar testamento.
La Proposición de Ley Orgánica de regulación de la eutanasia, publicada en el BOCG el 31 de enero de 2020, no sólo no solventa debidamente estas cuestiones, sino que genera nuevos interrogantes.
En primer término, destacar la definición efectuada sobre «enfermedad grave e incurable» que es “toda alteración del estado de la salud provocada por un accidente o enfermedad, originados independientemente de la voluntad del o la paciente, que lleva asociada sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable y en la que existe un pronóstico de vida limitado, en un contexto de fragilidad progresiva”.
Dentro de este sufrimiento psíquico, se englobarían aquellas patologías de naturaleza obsesiva en las cuales el análisis del sujeto sobre su propia situación, no hace sino acentuar la problemática. Y resulta cuestionable porque, supuestos de esta naturaleza, podrían tener un tratamiento farmacológico cuya combinación con terapia psicológica resulta positiva en buena parte de los casos.
Por otra parte, el “proceso deliberativo” de información con el médico, no se desarrolla suficientemente en la proposición, pudiendo quedar relegado a la mera entrega de un formulario tipo. Y la correspondiente Comisión de Control y Evaluación prevista en esa proposición, destaca por la ausencia de intervención judicial, siquiera en una tramitación sumaria. Téngase presente que, en otros casos de menor trascendencia si se requiere la aquella: la donación de órganos inter-vivos, incapacitaciones, o internamiento no voluntario del sujeto en un centro psiquiátrico.
No se puede descartar la presión que eventualmente pueden efectuar los familiares del paciente, insistiendo en el grave sufrimiento psicológico, de tal forma que el interesado llegue a la conclusión de que el único remedio existente es la eutanasia. Todo con el censurable ánimo de recibir tempranamente la herencia. O evitar que el futuro finado incurra en gastos médicos considerables que reduzcan ostensiblemente el patrimonio a heredar. ¿Cómo evitar ese consentimiento viciado? La comprobación de los requisitos formales por un segundo médico “consultor” y que la petición de eutanasia hayan de reiterarse 15 días después parecen ser insuficientes.
Tras ese “iter” se elevarán sus consideraciones a la Comisión de control, cuya composición se deja a futuras actuaciones normativas, generando una peligrosa inseguridad jurídica en una materia que necesariamente requiere máxima claridad.
De consolidarse esta propuesta, “a priori” se requeriría más experiencia y méritos para conformar el turno de oficio y asistir a un detenido que para determinar si se reúnen los requisitos necesarios para acceder a una petición de eutanasia.
Por todo ello, no parece que se articule un procedimiento suficientemente garantista, sobre todo si se trata de firmar una serie de documentos tipo previamente confeccionados por el hospital o la Administración. A mi juicio sería imprescindible, caso de que se lleve a la práctica esta propuesta, la intervención judicial y del correspondiente médico forense.
Para finalizar, aun siendo este un comentario políticamente incorrecto, habría que plantearse si la implantación de esta figura pudiera tener otras finalidades, ya que en un contexto de quiebra técnica del sistema público de pensiones y aumento imparable de la esperanza de vida, la eutanasia podría suponer un considerable ahorro para las arcas públicas.
Como conclusión, más bien al contrario, sería más acertado apostar por el desarrollo y financiación de los cuidados paliativos.
Tribuna publicada en Elderecho.com.
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