Por Javier Santacruz Cano, profesor del IEB.
La despoblación de las áreas rurales en España es un hecho evidente. Según datos del Centro de Estudios Demográficos de la Universidad Autónoma de Barcelona, el 40% del territorio peninsular está formado por municipios de menos de 1.001 habitantes, habiendo perdido un tercio de la población que tenía a principios del siglo XX. Por si fuera poco, y si no se toman medidas al respecto, para 2030 se espera que más de 1.800 municipios incluso puedan desaparecer.
En términos estrictamente demográficos, España en 2015 perdió población neta por primera vez en su historia, excluyendo períodos de guerras y posguerras, con una situación particularmente difícil en comunidades autónomas como Castilla y León, Asturias o Galicia, donde el crecimiento vegetativo es fuertemente negativo (-9,41%, -8,8% y -5,13%, respectivamente). En estas zonas, de seguir así, la población se vería reducida a la mitad en poco más de medio siglo.
El fenómeno de la despoblación rural junto al envejecimiento demográfico y el riesgo de longevidad, son dos de los retos más importantes a largo plazo que enfrenta la economía española. Por ello, tanto el sector privado como el público empezaron a tomar medidas para mitigar los efectos de medio plazo pero con un sesgo cortoplacista preocupante y en la mayoría de los casos por la vía de la demanda.
En este sentido, especialmente las autoridades públicas siguen convencidas que la despoblación rural se puede frenar con más gasto público, más subvenciones provenientes de los fondos comunitarios y más inversión en infraestructuras. Es decir, aplicando la receta tradicional. Sin embargo, la evidencia empírica muestra hasta qué punto este tipo de políticas tienen efectos nulos o incluso contraproducentes a largo plazo.
Seguir pensando que construir una estación de AVE o un aeropuerto en una zona rural con dinero europeo (siendo este cada vez más escaso hasta que en 2020 se acaben definitivamente los fondos de cohesión para España) o financiado con deuda, crea actividad económica y riqueza por sí sola, es un error que ha servido para satisfacer unas pocas necesidades particulares en el presente a costa de comprometer el bienestar de las generaciones futuras.
¿Alguien pensaba que por el mero hecho de construir un aeropuerto en Ciudad Real o una parada de AVE en Requena frenaría la despoblación y la falta de oportunidades profesionales en estas zonas? Las infraestructuras generan una actividad económica one-off en el momento de construcción pero enseguida el contribuyente se da cuenta de que una obra de semejantes características lleva a acabar pagando más tarde o más temprano a un precio elevado.
Falta de eficacia en inversión
El uso de los fondos comunitarios ha sido ciertamente intensivo a lo largo de los últimos treinta años de pertenencia a la Unión Europea. Si bien son destacables algunos de sus logros para vertebrar la economía española por el lado de las infraestructuras y los planes de desarrollo rural, no es menos cierto que no han sido gestionados con toda la eficiencia y operatividad posibles, olvidando maximizar los beneficios sociales futuros.
Con todos los grandes planes de inversión pública de las últimas tres décadas (más de 63.000 millones entre 1986 y 2015), España ha pasado a ser el país con más kilómetros de alta velocidad del mundo per cápita, una de las mayores redes de autopistas de peaje de Europa y con más aeropuertos que Alemania.
Por si fuera poco, además de estas políticas de gasto e inversión pública, los Gobiernos regionales y locales han contribuido a crear una maraña regulatoria difícilmente comprensible que en vez de incentivar la atracción de inversiones a sus zonas, la han dificultado enormemente.
Largos procesos burocráticos, impuestos y tasas que aparecen de forma inesperada y que se aplican con carácter retroactivo o el tiempo que se tarda en conseguir licencias de actividad, establecimiento o de obras (en definitiva, la inseguridad jurídica), hace que no sólo tenga pocos efectos positivos sino que sobre todo impide un movimiento más flexible tanto de las personas como del capital inversor.
Por ello, se hace necesario un nuevo modelo de políticas que por la vía de la oferta crean incentivos favorables a la atracción de inversiones, creación de oportunidades de trabajo a lo largo del tiempo y aumentos de la productividad. Por un lado, la primera de las reformas es la del marco regulatorio y fiscal. El problema no es que existan multitud de impuestos, sino que estos sean enrevesados, complejos, contradictorios en una misma jurisdicción y que impidan el libre movimiento de personas y capitales.
Permitiendo la competencia real y efectiva entre territorios y eliminando cualquier tipo de exit tax, se refuerza la capacidad de absorber empresas y potenciar el talento en los jóvenes que residen en las zonas rurales. Esto es enormemente importante en el mundo hacia el que vamos con un «modelo distribuido» como muestran los últimos avances tecnológicos y científicos.
Por otro lado, la educación es un factor clave como condición necesaria pero no suficiente. En este marco, la formación profesional y su necesaria reforma cobran un papel protagonista adecuándose a las necesidades del mercado. Formarse en una materia o un oficio que tiene amplias oportunidades laborales a nivel tanto local como nacional e internacional, permite la creación de un «mercado de talento» donde se mitigan los riesgos de deslocalización productiva y desertización de las zonas rurales. Estas materias importantes conforman un modelo alternativo a políticas de gasto llevadas en los últimos años.
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